El conocido como
Memorial de Caballo Loco se encuentra en una montaña de las Black Hills, también en Dakota del Sur, sirviendo de monumento en recuerdo del bravo guerrero de los Oglala Lakota llamado Thašųka Witko,
Caballo Loco. Dado que el monumento del Monte Rushmore ha motivado
grandes polémicas entre los nativos americanos, sobre todo porque se asienta en terrenos que los Lakota mantuvieron como propios hasta la Guerra de las Black Hills a finales del siglo XIX, diversos representantes de varias tribus de la región decidieron levantar un monumento en honor a uno de sus más conocidos guerreros que sirviera a la vez de lugar para la reivindicación de su cultura y de recuerdo histórico, además de emplazamiento turístico. La idea tampoco ha estado libre de problemas entre los propios nativos americanos, a fin de cuentas aunque el territorio, en teoría, había sido cedido a los Lakota como espacio sagrado en virtud del Tratado de Fort Laramie de 1868, perteneció anteriormente a los Cheyenne a quienes los Lakota desplazaron forzosamente.
Esta contrapartida al Monte Rushmore puede llegar a convertirse algún día en la montaña esculpida más grande del planeta. Se supone que, si se logran los fondos necesarios y las obras no se detienen, dentro de mucho tiempo la montaña tendrá la forma del guerrero mencionado montado sobre un caballo al galope. De momento, lo que se ha llevado a cabo, esto es, la cabeza del guerrero, no es más que una pequeña parte del monumento pensado, que tendrá, de ser llevado a cabo, 170 metros de altura y 195 metros de longitud. La cabeza de Caballo Loco que puede contemplarse en la actualidad es muy grande en comparación con las del Monte Rushmore, pues cuenta con 27 metros de altura.
Hoy, día 3 de Junio, se cumplen precisamente los
sesenta años del comienzo de la construcción de esta monumental escultura en la roca de las Black Hills. Nadie sabe si se terminará alguna vez, pero para hacernos una idea de cómo podría llegar a ser,
véase la siguiente fotografía en la que en primer término aparece un modelo a escala del conjunto final y, al fondo, se observa el estado actual de la montaña.
En el momento de su muerte, Caballo Loco debía de tener 34 o 35 años. Nadie lo fotografió ni se dejó hacer retratos. La única manera de adivinar su aspecto era a través de cinco guerreros indios, muy ancianos, que lucharon a su flanco en Little Big Horn y que aún vivían.
Korczak escuchó hechizado la historia, y pidió algo de tiempo. Se alistó como voluntario durante la Segunda Guerra Mundial. Nada más volver a Norteamérica sintió la llamada de Caballo Loco y supo que ese sería el proyecto de su vida. Korczak rumiaba ya la idea de hacer algo distinto a los bustos egregios del Monte Rushmore, algo imponente y desafiante, que superara en altura al famoso monolito de Washington. El escultor hizo un boceto que llegó al alma a los sioux: Caballo Loco, a lomos de su corcel y apuntando con el brazo izquierdo «a las tierras donde yacen» sus muertos. El primer año lo dedica Korczak a colonizar su montaña con el mismo espíritu de los buscadores de oro del lejano Oeste. Su casa será una pequeña tienda de campaña, y día tras día trabaja infatigable en la construcción de una escalera de madera de 741 peldaños para llegar a la cima. En mayo del 48 llega por fin la primera explosión, que hace saltar por los aires 10 toneladas de granito. Por aquel entonces se une a la tarea titánica su mujer, Ruth, y juntos deciden echar raíces a los pies de Caballo Loco. Despacio, aunque seguro, Korczak va ganándole la batalla a la montaña a golpe de dinamita. Subsiste a base de donaciones y rechaza una millonaria subvención del Estado, porque no quiere que los federales se apropien de su proyecto y traicionen la causa india. Muchos lo tachan entonces de loco y lo comparan con el capitán Achab, a la caza de la ballena blanca. Pero el escultor, que va adquiriendo un aspecto de genio alucinado, persiste en su labor y embarca en la aventura a sus hijos, 10 en total. «Si empezáis algo en vuestras vida, haced lo posible por acabarlo», es el lema que les inyecta en la sangre. En vez de apagar velas, los niños celebran sus cumpleaños con detonaciones. De todos los hijos, hay uno que sale especialmente díscolo, Casimir. A los 16 años, sentado en el borde de lo que será algún día el dedo de Caballo Loco (entonces había que echarle muchísima imaginación), Casimir proclama: «¡Esto es una locura!», y decide dejar atrás el delirio de piedra de su padre. Al cabo de los años vuelve, y siente el mismo y misterioso tam-tam de las Colinas Negras, y su destreza con los explosivos lo convertirán en digno sucesor de Korczak, herido ya de muerte por su amor a la montaña: decenas de huesos rotos, cuatro operaciones de espalda, artritis crónica, dos ataques al corazón... Antes de morir, en 1982, aún tiene energías para ayudar a sus hijos a dibujar sobre la roca la silueta del caballo. Su mujer, Ruth, recoge en mano el testigo y se compromete a seguir sus designios: «Nunca olvides tus sueños».
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